El
fútbol profesional no es un deporte. En realidad, cualquier aspecto deportivo
es secundario ante la realidad de su verdadera naturaleza: la del negocio. Su “problema”
es que debe mantener la ilusión de que se trata de un deporte, con sus esperanzas
y sus desengaños, y esconder su realidad profunda, la de un frío conjunto de
relaciones mercantiles, ni mucho menos tan apasionantes y comprensibles.
Un
futbolista de élite se prepara desde niño para una carrera muy corta (cada vez
más corta, debido a la creciente exigencia del deporte profesional). Una vez
terminan sus años en el máximo nivel, se abre todo un abismo vital y económico.
Sus ingresos pueden pasar de varios millones por temporada a cero en la noche
que va del 30 de junio al primero de julio. Y esto no sucede alrededor de los
60 años de edad, sino treinta años antes. Por tanto, el deportista debe aspirar
a maximizar los flujos económicos de sus pocos años buenos. Todo lo demás (el
sentir los colores, el escudo, el amor al club y a su afición…) no es mucho más
que una ficción entrañable. En realidad, todos los profesionales aspiramos a
algo parecido. Y con ello no digo que el factor emocional, como luego se verá,
no cuente. Pero tiene su precio
.
Por
otra parte, un club de fútbol de élite, necesita optimizar el rendimiento de su
plantilla. La diferencia entre un año de títulos y otro donde se queda
subcampeón en casi todo puede ser, deportivamente hablando, muy pequeña, pero
económicamente un auténtico abismo. El negocio exige, por tanto, no solo contar
con los mejores jugadores posibles sino que todos los estén en su máximo nivel
de rendimiento. Gestionar esta realidad, a la vez que se mantiene la “ficción”
romántica que ha convertido al fútbol en leyenda y a los jugadores en héroes,
es algo casi incompatible.
En las
últimas semanas hemos asistido a todo un business case de negociación entre el
Real Madrid y el portero que ha sido considerado el mejor del mundo en la
última década, Iker Casillas. Por lo que ha trascendido, ambos contendientes,
han jugado todas sus bazas de negociación, las racionales y las emocionales,
para cumplir con sus objetivos. Desde mi punto de vista, la situación de
partida no es muy diferente a muchas otras que no han tenido tanta repercusión,
pero en este caso, es comprensible el ruido mediático debido a que Casillas ha
alcanzado la categoría de auténtico mito de este deporte.
En
definitiva, todo parece indicar que el Real Madrid ha considerado que Iker ya
no está al nivel mínimo necesario y que dispone de mejores opciones para cubrir
su puesto. Sin embargo, esta realidad deportiva se enfrenta al hecho de que
existe un contrato en vigor, bastante oneroso para el equipo, por algunas
temporadas más. Por tanto, la mejor opción del Real Madrid es intentar
sustituir a Iker, ahorrando lo máximo posible de dicho contrato. El problema es
que, para poder ahorrar algo, ha de contar con el acuerdo de Casillas.
Por su
parte, el jugador tiene una posición económica cómoda: no tiene por qué hacer
concesiones de ningún tipo para cobrar el 100% de su contrato. Debido a la edad
de Casillas es bastante improbable que pueda acceder a un mejor contrato en
otro club.
¿Es posible, por tanto, algún acuerdo donde ambas partes mejoren sus
posiciones? A priori, no.
Sin embargo,
existe un factor emocional que hay que tener en cuenta: para Casillas, la
opción cómoda de sentarse en el banquillo (o en la grada) en la próxima temporada
y seguir cobrando su sueldo íntegro, cuando su carrera como futbolista aún no
ha terminado, debe resultar muy frustrante: el prestigio tiene un precio. Por
ello, puede estar dispuesto a realizar determinadas concesiones con tal de no
enfrentarse a un final prematuro y que “manche” el final de su carrera.
Al
final el acuerdo que mejora la posición de todos (económica + emocional), se ha
encontrado: el club cede al guardameta otro equipo, consiguiendo un ahorro
suficiente, mientras que el futbolista mantiene su objetivo de maximizar su
flujo económico y mantenerse en activo.
Otra
cosa es el desgaste que esta negociación ha producido a ambas partes por las
posiciones tan duras que han mantenido: el equipo ha sufrido una merma de la “ilusión”
emocional que le une con sus clientes (la afición), activo valiosísimo para una
marca. Para compensar esta pérdida, se ha visto obligado a desprestigiar la
figura del portero, que ha sido maltratado por los medios y la opinión de parte
de la afición. En realidad, ni una cosa ni la otra son más que caras de la
misma fantasía, que es preciso mantener a toda costa, pero que esconde la descarnada
realidad.
¿Se
podía aún haber mejorado esta situación y haber llegado a un acuerdo sin
desprestigio? Creo que sí, pero esto hubiera implicado no haber hecho uso de
determinadas armas, usadas por ambas partes con sentido egoísta. En este caso,
la conclusión es similar que la expresada por Winston Churchill al entrar en
guerra con Alemania, “se les dio a elegir entre guerra y deshonor; eligieron
deshonor y ahora van a tener también guerra”.
Una vez
más, un claro ejemplo del dilema del prisionero.