"It is not the answer that enlightens, but the question."
Eugene Ionesco.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Por qué Volkswagen trucó sus motores


Hace no demasiado tiempo, en una charla informal de colegas, presumía yo de que una de las mayores lecciones de ética empresarial que he recibido nunca, me la dio mi padre cuando yo apenas tenía diez años. A esa tierna edad, estaba yo hecho todo un negociante y pasaba los veranos organizando eventos y fiestas infantiles para todos los niños de la urbanización donde pasaba mis vacaciones. Creo que los críos lo pasaban bien, pero yo me aprovechaba en exceso, cobrando cantidades poco razonables para dejarles participar en la fiesta, siendo el ostracismo, la alternativa. Un día que presumía de mi astucia ante mi padre, esperando que me felicitase por ser el más listo de la pandilla, éste me regañó amablemente, explicándome lo equivocado que estaba pensando que, engañar a los demás, era lo mismo que hacer negocios.

Cuando contaba esta anécdota a mis colegas, uno de ellos confesó que su experiencia era exactamente la contraria. El consejo que su padre había procurado inculcarle era que hiciera todo lo que estuviera en su mano por saltarse todas las normas posibles para conseguir sus fines. En definitiva, las reglas del juego estaban solo pensadas para que los más tontos perdieran más rápido la partida.

Aunque lo anterior pueda parecer nada más que un par historietas infantiles irrelevantes, en mi caso, desde luego no lo fue (no sé en el de mi compañero; no quise indagar más). En definitiva es a esa edad cuando absorbemos la educación y experiencias necesarias que nos convierten en los adultos que luego acabamos siendo. Como dijo alguien, todo lo demás, es añadir capas.

En los últimos días hemos asistido al escándalo empresarial de la compañía de automóviles, Volkswagen, culpable confesa de haber introducido en sus coches un software para detectar y engañar a los test de control de emisiones de partículas contaminantes. Al parecer la compañía alemana llevaba años vendiendo coches que contaminan muchísimo más de lo permitido gracias a dicho fraude. Ni que decir tiene que el fin último, tal como ha reconocido la empresa, era enriquecerse gracias al dinero que se ahorraban al no tener que aplicar la costosa tecnología necesaria para que sus motores contaminaran según lo permitido.

El caso, como tantas otras veces que un escándalo salpica a una empresa admirada, resulta sorprendente y la pregunta es inmediata: ¿cómo es posible que una compañía así se haya “manchado” cometiendo una trampa de tales características, con el potencial de arruinar completamente el negocio?

Una vez más, aunque el fin parece claro, la respuesta a la pregunta no resulta tan sencilla, puesto que la decisión de hacer algo así seguro que no responde a la decisión de una sola persona que se haya vuelto loca (como otras veces nos han querido hacer creer) sino que necesariamente es algo colegiado y consentido, es decir, responde a una convicción de un grupo de personas decididas a saltarse las reglas del juego para, como decía el padre de mi colega, conseguir sus fines. Y tonto el último.

Diversos estudiosos señalan que la tendencia a no respetar las normas, a defraudar, en definitiva, suele estar condicionada por dos factores básicos: el primero, la probabilidad que asignemos a que nos pillen. Y en segundo lugar, la percepción del castigo o reproche que nos va a hacer la sociedad, ya sea este civil, penal o, en último caso, moral. Y el reproche moral no es precisamente, el menor de ellos.

A mi juicio se trata de una visión válida pero estática. Creo que existe otro factor, incluso más relevante que los anteriores, que no es otro que el aprendizaje, la cultura y la educación ética recibida. Es decir, el hacer el bien por pura convicción.

El profesor Fernández-Villaverde, de la Universidad de Pennsylvania, señalaba en una conferencia a la que asistí hace unos años, que se había realizado un estudio muy curioso sobre tendencia al fraude según nacionalidades, utilizando como conejillos de indias a los embajadores en la ONU. Como todos saben, estos diplomáticos, que viven en Nueva York, gozan de inmunidad por razón de su cargo. Pues bien, el estudio consistía en contar las multas de tráfico recibidas (y, evidentemente, no pagadas) por cada diplomático de cada país. El planteamiento es original, pues revela la tendencia a hacer trampas de quien se sabe completamente inmune. Al analizar los resultados, el ranking de los más multados coincidía bastante con posiciones parecidas en los listados de países con mayores índices de corrupción, según los organismos internacionales que los miden. Es decir, que hay culturas más y menos abiertas a hacer trampas. Y no quieran saber en qué puesto quedó España.

El caso de Volkswagen es sintomático de una enfermedad moral alarmante. Indica que la cultura predominante entre su élite directiva ha sido la de defraudar a los poderes públicos, a sus clientes y, en definitiva, a la sociedad. Como siempre que pasan estas cosas, se establecerán nuevos controles en la industria, habrá sanciones y multas y rodaran cabezas en la firma alemana. Pero que nadie se lleve a engaño: esto es solo un pequeño parche, necesario, pero sólo un remiendo. La enfermedad reside en la cultura del fraude.

Sobre lo anterior, podemos elucubrar lo que sea necesario pero yo propongo aquí una pregunta para que se haga el lector a si mismo, según su experiencia: a lo largo de mi carrera profesional, he participado en numerosos procesos de selección para muy diversos puestos y en muy diferentes empresas y organizaciones de variados sectores. He realizado todo tipo de pruebas: tests de inteligencia, de personalidad, exámenes caligráficos, pruebas proyectivas, dinámicas de grupo, pruebas “in basket”, entrevistas personales, preguntas de razonamiento…. Puedo afirmar que, las veces en que he sido interrogado sobre algún aspecto u opinión ética, o se me ha sometido a algún tipo de prueba al respecto ha sido exactamente ninguna. Es cierto que algunos de mis empleadores me conocían personalmente (esos no cuentan), pero todas las demás organizaciones (y son unas cuantas) no parecían muy interesadas en si, el directivo que estaban evaluando, era éticamente solvente o un riesgo manifiesto de cometer cualquier tropelía.

Volkswagen (cuya traducción resulta ser, curiosamente, “el coche del pueblo”) trucó sus motores porque era la forma fácil y rápida de ganar mucho más dinero. Sin más preguntas y obviando las reglas del juego y el perjuicio social cometido. Espero que el castigo sea acorde con la falta. Pero no me resisto a seguir esperando que las cosas cambien dentro de cada uno de nosotros y que enseñemos a nuestros hijos y defendamos en nuestra vida profesional el hecho de obrar bien por pura convicción.

Y las matemáticas salen: al final, de esa manera (si me permiten la presunción familiar: como dijo mi padre) ganaremos todos mientras que, de la otra, sólo ganan unos pocos. 

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