Hace no
demasiado tiempo, en una charla informal de colegas, presumía yo de que una de
las mayores lecciones de ética empresarial que he recibido nunca, me la dio mi
padre cuando yo apenas tenía diez años. A esa tierna edad, estaba yo hecho todo
un negociante y pasaba los veranos organizando eventos y fiestas infantiles
para todos los niños de la urbanización donde pasaba mis vacaciones. Creo que
los críos lo pasaban bien, pero yo me aprovechaba en exceso, cobrando
cantidades poco razonables para dejarles participar en la fiesta, siendo el
ostracismo, la alternativa. Un día que presumía de mi astucia ante mi padre,
esperando que me felicitase por ser el más listo de la pandilla, éste me regañó
amablemente, explicándome lo equivocado que estaba pensando que, engañar a los
demás, era lo mismo que hacer negocios.
Cuando contaba
esta anécdota a mis colegas, uno de ellos confesó que su experiencia era exactamente
la contraria. El consejo que su padre había procurado inculcarle era que
hiciera todo lo que estuviera en su mano por saltarse todas las normas posibles
para conseguir sus fines. En definitiva, las reglas del juego estaban solo
pensadas para que los más tontos perdieran más rápido la partida.
Aunque
lo anterior pueda parecer nada más que un par historietas infantiles irrelevantes,
en mi caso, desde luego no lo fue (no sé en el de mi compañero; no quise
indagar más). En definitiva es a esa edad cuando absorbemos la educación y
experiencias necesarias que nos convierten en los adultos que luego acabamos
siendo. Como dijo alguien, todo lo demás, es añadir capas.
En los
últimos días hemos asistido al escándalo empresarial de la compañía de automóviles, Volkswagen, culpable confesa de haber introducido en sus coches un
software para detectar y engañar a los test de control de emisiones de
partículas contaminantes. Al parecer la compañía alemana llevaba años vendiendo
coches que contaminan muchísimo más de lo permitido gracias a dicho fraude. Ni
que decir tiene que el fin último, tal como ha reconocido la empresa, era
enriquecerse gracias al dinero que se ahorraban al no tener que aplicar la
costosa tecnología necesaria para que sus motores contaminaran según lo
permitido.
El
caso, como tantas otras veces que un escándalo salpica a una empresa admirada,
resulta sorprendente y la pregunta es inmediata: ¿cómo es posible que una
compañía así se haya “manchado” cometiendo una trampa de tales características, con el potencial de arruinar completamente el negocio?
Una vez
más, aunque el fin parece claro, la respuesta a la pregunta no resulta tan
sencilla, puesto que la decisión de hacer algo así seguro que no responde a la
decisión de una sola persona que se haya vuelto loca (como otras veces nos han
querido hacer creer) sino que necesariamente es algo colegiado y consentido, es
decir, responde a una convicción de un grupo de personas decididas a saltarse
las reglas del juego para, como decía el padre de mi colega, conseguir sus
fines. Y tonto el último.
Diversos
estudiosos señalan que la tendencia a no respetar las normas, a defraudar, en
definitiva, suele estar condicionada por dos factores básicos: el primero, la
probabilidad que asignemos a que nos pillen. Y en segundo lugar, la percepción
del castigo o reproche que nos va a hacer la sociedad, ya sea este civil, penal
o, en último caso, moral. Y el reproche moral no es precisamente, el menor de
ellos.
A mi
juicio se trata de una visión válida pero estática. Creo que existe otro
factor, incluso más relevante que los anteriores, que no es otro que el
aprendizaje, la cultura y la educación ética recibida. Es decir, el hacer el
bien por pura convicción.
El
profesor Fernández-Villaverde, de la Universidad de Pennsylvania, señalaba en una
conferencia a la que asistí hace unos años, que se había realizado un estudio
muy curioso sobre tendencia al fraude según nacionalidades, utilizando como
conejillos de indias a los embajadores en la ONU. Como todos saben, estos diplomáticos,
que viven en Nueva York, gozan de inmunidad por razón de su cargo. Pues bien,
el estudio consistía en contar las multas de tráfico recibidas (y,
evidentemente, no pagadas) por cada diplomático de cada país. El planteamiento
es original, pues revela la tendencia a hacer trampas de quien se sabe
completamente inmune. Al analizar los resultados, el ranking de los más
multados coincidía bastante con posiciones parecidas en los listados de países
con mayores índices de corrupción, según los organismos internacionales que los
miden. Es decir, que hay culturas más y menos abiertas a hacer trampas. Y no
quieran saber en qué puesto quedó España.
El caso
de Volkswagen es sintomático de una enfermedad moral alarmante. Indica que la
cultura predominante entre su élite directiva ha sido la de defraudar a los
poderes públicos, a sus clientes y, en definitiva, a la sociedad. Como siempre
que pasan estas cosas, se establecerán nuevos controles en la industria, habrá
sanciones y multas y rodaran cabezas en la firma alemana. Pero que nadie se
lleve a engaño: esto es solo un pequeño parche, necesario, pero sólo un
remiendo. La enfermedad reside en la cultura del fraude.
Sobre
lo anterior, podemos elucubrar lo que sea necesario pero yo propongo aquí una
pregunta para que se haga el lector a si mismo, según su experiencia: a lo
largo de mi carrera profesional, he participado en numerosos procesos de
selección para muy diversos puestos y en muy diferentes empresas y organizaciones
de variados sectores. He realizado todo tipo de pruebas: tests de inteligencia,
de personalidad, exámenes caligráficos, pruebas proyectivas, dinámicas de
grupo, pruebas “in basket”, entrevistas personales, preguntas de razonamiento….
Puedo afirmar que, las veces en que he sido interrogado sobre algún aspecto u
opinión ética, o se me ha sometido a algún tipo de prueba al respecto ha sido
exactamente ninguna. Es cierto que algunos de mis empleadores me conocían
personalmente (esos no cuentan), pero todas las demás organizaciones (y son
unas cuantas) no parecían muy interesadas en si, el directivo que estaban
evaluando, era éticamente solvente o un riesgo manifiesto de cometer cualquier
tropelía.
Volkswagen
(cuya traducción resulta ser, curiosamente, “el coche del pueblo”) trucó sus motores
porque era la forma fácil y rápida de ganar mucho más dinero. Sin más preguntas
y obviando las reglas del juego y el perjuicio social cometido. Espero que el
castigo sea acorde con la falta. Pero no me resisto a seguir esperando que las
cosas cambien dentro de cada uno de nosotros y que enseñemos a nuestros hijos y
defendamos en nuestra vida profesional el hecho de obrar bien por pura
convicción.
Y las
matemáticas salen: al final, de esa manera (si me permiten la presunción
familiar: como dijo mi padre) ganaremos todos mientras que, de la otra, sólo
ganan unos pocos.
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