Durante los años expansivos del último ciclo económico, el
crédito a empresas y particulares alcanzó niveles nunca vistos. En un contexto
de crecimiento y liquidez como aquel, las tentaciones para invertir en nuevos
proyectos eran difícilmente resistibles y muchas empresas, de todo tipo de
sectores, se lanzaron a una desenfrenada carrera en la que la gasolina era
dinero tomado a préstamo. Visto ya con una cierta perspectiva, no deja de
extrañarnos la laxitud con la que las entidades financieras concedían estos
créditos a proyectos mal presentados, peor explicados y de muy dudosa
rentabilidad, sobre todo si lo comparamos con los requisitos que es necesario
cumplir ahora para obtener cantidades muy inferiores y con condiciones
financieras extraordinariamente más exigentes.
Recuerdo como anécdota representativa de la época (y que, en
cierta manera avisaba ya de lo que vendría después), las palabras de un magnate
del momento cuando aseguraba que “se vive estupendamente sentado sobre una
montaña de deuda”. Después se descubrió que este “empresario”, había diseñado
un ingenioso sistema por el que la deuda de sus compañías se desviaba a una
sociedad que no consolidaba en el perímetro societario y cuya denominación real
era “Buconero” (agujero negro, en italiano). Evidentemente todo terminó como el
rosario de la aurora y la quiebra fue un auténtico escándalo en Italia y en el
resto del mundo (aunque poca cosa comparado con lo que vendría después), pues la
compañía había crecido mucho, se había asentado en multitud de países y hasta
llegó a patrocinar a varios equipos de fútbol muy importantes.
Durante este periodo desenfrenado, que a buen seguro se
estudiará en las escuelas de negocio con una importancia similar a la que se
otorga a la crisis de los años 30, la presión para “tomar deuda” fue también
muy característica. Recuerdo cómo las empresas con poco endeudamiento, lo que
hoy conocemos como balances “saneados”, entonces eran tildadas de “ineficientes”.
En los foros internacionales con analistas e inversores, las primeras preguntas
solían ir dirigidas a las medidas que la compañía debía adoptar para solucionar
aquella teórica “ineficiencia” y así, volver a ser atractiva en los mercados.
Pero, ¿de qué estaban hablando? ¿Cómo una compañía saneada puede resultar menos
atractiva que otras que, como decía aquel empresario, viven sobre una montaña
de deuda?
A mi juicio todo parte de una interpretación falaz y
retorcida de la teoría del apalancamiento financiero y de la equivocada
concepción de que una empresa es poco más que un conjunto de ratios y fórmulas.
Aunque, como vulgarmente se dice, el Excel lo aguante todo, la realidad suele
ser muy distinta. Pues bien, según la teoría citada, un cierto nivel de deuda
es más que sano para una empresa en crecimiento dado que ha de financiar sus
proyectos de inversión y, para ello, sólo puede recurrir a tres fuentes
posibles: la autofinanciación (es decir, la reinversión de sus propios
beneficios), nuevas aportaciones de capital de sus accionistas (equity) o el recurso a la deuda. La
autofinanciación suele ser limitada y, en última instancia, es lo mismo que el equity, pues si no se utiliza, se ha de
devolver al accionista vía dividendos.
¿Pero por qué es mejor recurrir a la deuda? Todo parte del
hecho cierto de que la financiación, sea cual sea su origen, tiene un coste. En
el caso de la deuda, su cálculo es muy sencillo: el coste no es otro que el que
el prestamista nos exija, es decir, el denominado “interés”, que salvo que este
prestamista sea un usurero (haberlos “haylos”), lo marca el mercado con cierta homogeneidad. Además se da otro
hecho, el interés de un préstamo es un gasto deducible, con lo que siempre hay
un ahorro igual al tipo impositivo efectivo que paga la empresa.
Sin embargo, el cálculo del coste del capital propio, el que
se les pide a los accionistas (equity),
tiene una determinación mucho más discutible. Los accionistas son distintos a
los prestamistas en el sentido de que han decidido participar en el “riesgo y
ventura” del proyecto empresarial que financian. Son, en definitiva, los dueños
de la empresa. Sin embargo, esta misma característica les impide exigir
legalmente una determinada rentabilidad a su inversión, tal como hacen los
prestamistas. Esto no quita, no obstante, para que cada uno tenga una
determinada expectativa sobre la rentabilidad de su inversión. Como las
expectativas de cada accionista pueden ser de lo más variopintas, la teoría
establece que una medida homogeneizadora de estas la marca también el mercado,
que ofrece en cada momento un par riesgo/rentabilidad: de esta manera el coste
del equity queda determinado con una
fórmula que parte del coste de una inversión sin riesgo (el de los bonos
estatales a largo plazo; se supone que los estados no quiebran…) a la que se
añade un diferencial (la prima de riesgo) basado en el riesgo de las
inversiones bursátiles de un determinado mercado en un momento concreto.
Si hacemos los cálculos anteriores, verificamos que el coste
teórico del equity es superior al de
la deuda. Y aquí empieza la confusión de los balance “ineficientes” pues, en teoría,
un balance sin deuda refleja una empresa que está exigiendo mucho a sus
accionistas; en definitiva, está haciendo un uso excesivo de la fuente de
financiación más cara (el equity),
cuando podría recurrir a otra más barata (la deuda). A la hora de valorar una
empresa, los analistas utilizan como medida la “eficiencia” financiera del
capital utilizado, con lo que esta empresa saneada, sale penalizada en la
valoración. A igualdad de negocios, una empresa con más deuda valdría más que
una sin ella. Increíble pero cierto.
¿Pero dónde está el error de una cosa tan evidente para
cualquiera? ¿Cómo es posible que mentes tan privilegiadas como las que se
suponen que regían los destinos financieros del mundo puedan asumir cosas con
las que no transige cualquier lego con un poco de sentido común? Sin ánimo de
complicar las cosas con tecnicismos innecesarios, desde mi punto de vista todo
parte de dos anomalías: por una parte, un error teórico y por otra, un vicio
humano.
El error teórico: los métodos de determinación del coste del
equity y de valoración de empresas no
son otra cosa que teorías generales que no pueden ser aplicadas de cualquier
manera y en todo caso, como se hace habitualmente. El método CAPM (Capital Asset Pricing Model), o sea, el
método de valoración más utilizado cuyos aspectos básicos hemos resumido más
arriba, asume que, de aquí en adelante, una empresa siempre puede seguir
encontrando proyectos de inversión que generen una rentabilidad igual a la del
coste del capital, o sea, el utilizado para valorarla. Cualquier empresario
sabe que generar nuevos proyectos es, en la mayoría de los casos, algo muy
complicado y, mucho más, generarlos siempre con una rentabilidad igual o
superior a la de proyectos pasados. De esta manera, el error continúa cuando se
pide a una empresa asumir un coste cierto (el del interés de la deuda, que hay
que pagar obligatoriamente al banco) en vez de uno teórico (el del capital, que
los accionistas no van a reclamar), cuando no se tiene la certeza de que se
vayan a seguir encontrando proyectos con la misma rentabilidad. Siguiendo el
símil de que el dinero es la gasolina que hace que el vehículo (la empresa) pueda
andar, lo que se pedía aquí es que, una vez lleno el depósito, se siguiese
echando gasolina por cualquier lugar del coche (maletero, asientos, etc…), como
si eso pudiera servir para llegar más lejos.
En el mejor de los casos, se puede asumir que quizá la
estructura de capital no era la mejor y que, algo de deuda hubiera estado bien.
Corregir ese aspecto no es muy difícil. Pero sobre-endeudarse sin objetivo
claro, sólo para devolver el dinero a los accionistas y construir un balance
más “eficiente”, tal como se pedía hace poco tiempo, es una interpretación
falaz de la teoría del apalancamiento.
El vicio humano: está en nuestra naturaleza y así funciona
nuestra mente: tendemos a convencernos de las cosas que nos interesa creer.
Durante los años expansivos del ciclo, el coste de la deuda era muy bajo, el
dinero sobraba y sector financiero hacía muchos beneficios en comisiones por
operaciones. Cuando las operaciones “pata negra” (gran ratio
riesgo/rentabilidad) se agotaron pero el dinero no, empezaron a financiarse
otras de resultado no tan claro. Pero en ese momento interesaba creer que el
conjunto de los negocios daría buenos rendimientos. Evidentemente no fue así y,
en cuanto explotó la burbuja, el crédito se agotó, las compañías empezaron a
reducir sus rendimientos y, el coste de la deuda asumida, empezó a pesar como
una losa. En cambio, aquellas empresas que no se endeudaron (los balances “ineficientes”)
se convirtieron en las verdaderamente atractivas y se las llamó “saneadas”.
Hoy día, muchas empresas están atrapadas en un auténtico enredo
de muy difícil solución. Ya no me refiero a las que se van a ver obligadas a
echar el cierre, sino a aquellas que, aunque sus negocios funcionan y son
rentables, mantienen unos niveles de endeudamiento elevados. En estos momentos,
estas empresas trabajan casi exclusivamente para poder pagar la deuda y poco
más. Si hace poco, eran empresas muy atractivas, en el actual contexto no lo
pueden ser menos: no hay inversores dispuestos a poner su dinero en ellas, pues
carecen de expectativas suficientes de retorno pues si les va bien, antes van a
cobrar los bancos.
A menudo estas empresas salen al mercado a buscar
financiación para abordar nuevas oportunidades, o bien, buscan nuevos socios
industriales para fortalecerse. Como digo, sus negocios pueden ser atractivos,
pero volviendo al símil del coche, han usado mal su gasolina y ahora tienen el
depósito vacío, habiendo de pagar la que desperdiciaron regando el resto del
vehículo.
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