Aprendí a hacer snowboard a los treinta años. Empezar tan
tarde algo así presenta algunas desventajas, como por ejemplo, que por mucho
que te esfuerces nunca llegarás a hacerlo ni la mitad de bien que quien
aprendió de niño. No es ya que te falten horas de entrenamiento o el físico no
te llegue, sino que hay cosas que, sencillamente, son irrecuperables.
La tentación de no continuar es muy fuerte al principio. Los
primeros días no te levantas del suelo, hace frío y la nieve parece un medio tan
hostil que el único pensamiento que ocupa tu mente es el de que acabe pronto la
tortura. Sin embargo, un día, cuando crees que no estás hecho para aquello, la
tabla empieza a responder a lo que quieres que vaya haciendo. Nada muy
espectacular, solo que lo que hace unas horas parecía imposible, de repente se
vuelve mecánico y trivial. Es entonces cuando el veneno de la montaña te atrapa,
probablemente para siempre.
A pesar de aquellos tímidos (aunque cruciales) progresos,
durante un tiempo no conseguí que mi nivel de snowboard mejorara demasiado. Yo
seguía acudiendo a la llamada de la nieve a la menor oportunidad, pero algo que
no tenía identificado se me resistía. Casi me había resignado ya a asumir que
mi avance sería lento y costoso cuando, durante una clase, un instructor del
que siempre me acordaré me dio la clave.
-
Así no llegarás muy lejos. – aventuró – Te falta
hacer algo que te parecerá contra-intuitivo y sin embargo necesario: tienes que
encarar la pendiente.
Aquel consejo no solo me pareció que atentaba contra la
lógica sino también contra el instinto de supervivencia. La ventaja de tener
treinta años es que uno aún no ha perdido la ilusión de ser invulnerable ni tampoco dispone de demasiadas propiedades que legar a ningún heredero. Allá me lancé. Contra todo
pronóstico, encarar la pendiente era exactamente lo que había que hacer. En
realidad hacer snowboard se parece a montar en bicicleta: es imposible mantener
el equilibrio si estás parado.
A lo largo de estos años, he ido encontrando múltiples
momentos en la vida profesional y personal que me han recordado a aquellos
instantes en la montaña, hace ya más de una década. Las oportunidades de
avanzar no son siempre predecibles, ni en número ni en calidad: hay periodos fértiles
pero muchos otros de pertinaz sequía, en los que lo único que parece factible es
mantenerse en movimiento para no perder tracción. Y entonces, cuando uno menos
lo espera, aparece una de esas situaciones en las que hay que tomar una
decisión difícil, quizá ilógica en apariencia: o contentarnos con lo que hay,
con la falta de progreso y la mediocre comodidad o quizá, asumir el riesgo y encarar
la pendiente.
Allá vamos.