Hacia la mitad de los alegres
años 20 del pasado siglo, Marcus Loew poseía uno de los mayores circuitos de
salas cinematográficas de los Estados Unidos. Aquellos eran cines primigenios,
de películas mudas y pianista en la sala, pero administrar más de 150 de
aquellos locales de la diversión de moda en América era disponer de una
auténtica máquina de hacer dinero. Curiosamente, su principal problema no era,
como ahora, la piratería, las ofertas de ocio sustitutivas ni las plataformas
OTT, sino el acceso a una provisión continua y eficiente de novedades para
exhibir.
Con el fin de asegurarse este
flujo de producción, Marcus Loew decidió adquirir una productora llamada Metro Pictures
Corporation. A esta compra le siguieron otras dos: Goldwyn Pictures y Louis B.
Mayer Pictures, en lo que constituyó el primer gran proceso de integración
vertical de la naciente industria cinematográfica. Nacía así el estudio llamado
a ser el dominante en el Hollywood dorado de los años 40 y 50: la Metro Goldwyn
Mayer.
El razonamiento estratégico
detrás de estas operaciones es fácil de descubrir: si Loew era capaz de
optimizar su ciclo de exhibición con un adecuado flujo de películas atractivas
y en constante renovación, conseguiría tener los cines llenos más tiempo. Y a
mayor volumen de entradas vendidas, más dinero para producir películas más
caras y atractivas para los mismos cines. En definitiva, se trataba de
construir una ventaja competitiva sostenible.
Tanto fue así que en 1925, la
Metro estrenó una película mítica (y también la más cara jamás producida hasta entonces),
cuyo éxito sin precedentes convertiría a la compañía en el mayor estudio de Hollywood.
La cinta no era otra que Ben-Hur (no la de Charlton Heston que todos
recordamos, sino la versión muda, con la estrella de aquellos tiempos, Ramón
Novarro). La estrategia de sinergias verticales resultó tan efectiva que no
sólo se cumplieron los objetivos de Loew de disponer de una corriente
permanente de títulos sino que el liderazgo de la Metro como productora duró
más de tres décadas.
Todos los años, por estas fechas,
se publican los datos de las cuotas del cine español, europeo y norteamericano correspondientes
al ejercicio anterior. Con ciertas variaciones, comprobamos año tras año que el
cine producido en los Estados Unidos sigue dominando el mercado con porciones
de la tarta cercanas al 70% en el conjunto de la Unión Europea. El Observatorio
Audiovisual Europeo ha publicado recientemente unas interesantísimas
estadísticas que muestran este dominio, un año más.
A nadie debería sorprender esto.
En realidad no está basado en otra cosa que en lo que Mr. Loew descubrió y
aplicó ya con éxito en 1924: el cine es un negocio de volumen, donde el tamaño
del mercado y la capacidad financiera son absolutamente claves. Y si no,
contemplen la siguiente tabla, que contiene un listado de los principales títulos
exhibidos en Europa en 2013 y las entradas que vendieron: entre las 20
primeras, no encontramos ninguna sin participación estadounidense y, la primera
liderada por un país europeo está en el puesto 18.
Por otra parte (como se aprecia
en la tabla siguiente) podemos comprobar que los primeros títulos americanos atraen
aproximadamente tres veces más espectadores que los europeos. Y esto sólo son
los datos de nuestro mercado. Si sumamos las recaudaciones del norteamericano
y las del resto del mundo, podemos entender la distancia a la que se sitúa la
industria estadounidense de la europea.
Se ha hablado mucho de la
indiferencia del público español hacia las películas nacionales y la falta de
orientación comercial de los productores españoles provocado por un sistema de
subvenciones y ayudas equivocado y poco estimulante. Si bien estoy de acuerdo a
grandes rasgos con estas ideas y creo que es necesario reformular completamente
el esquema financiero y fiscal de la producción cinematográfica española, no
debemos cegarnos ante la realidad del mercado, que no es otra que la absoluta
desproporción de fuerzas con el competidor americano.
Aunque, particularmente, la
llamada “cultura de la subvención” me agrada bastante poco (tanto como
contribuyente como economista), pensar que se podrían hacer muchas películas en
Europa y en España sin algún tipo de ayuda para equilibrar, aunque sea un poco,
las enormes desventajas frente a la industria estadounidense, sería pecar de
iluso. Sin entrar en polémicas sobre los últimos anuncios de reforma en este
campo, tachados de insuficientes por los productores, creo que en las manos de
los poderes públicos está proponer un sistema eficiente y competitivo pero que
obligue a los que quieran ser productores a jugarse algo en la aventura. No sé
si todo el cine que se haga será cultura con mayúsculas o con minúsculas pero
entiendo igual de mal el hecho de que se pueda ser productor sin arriesgar nada en el intento (como ha venido ocurriendo demasiadas veces durante
los últimos años), que empujar a un país como este a prescindir de hacer películas de
cine.
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