En 1954 Juan Domingo Perón se
encontraba en la mitad de su segundo mandato como Presidente de Argentina, para
el que había sido reelegido con una aplastante mayoría absoluta. Para entonces,
el movimiento Justicialista, que Perón había encarnado junto a su segunda y
carismática esposa, Eva Duarte (Evita),
fallecida en 1952 y ya transformada en indiscutible icono del mismo, había ya
mostrado todas sus facetas, madurado sus frutos más notables y traicionado la
mayoría de las grandes esperanzas de igualdad y progreso que la nación
argentina había albergado.
Hacía apenas unos meses que el
gobierno de Perón había promulgado la Ley de Radiodifusión, en la que
categorizaba dicha actividad como de “interés público”. A continuación concedió
las primeras licencias de radio y televisión. Y en aras de ese “interés
público”, las concedió a empresarios afines al movimiento. Todo muy
“igualitario” y “justo”.
El Justicialismo de Perón hundía
sus raíces en el sindicalismo y su base de electores residía en las clases
trabajadoras de aquel país en ebullición que era Argentina en los años cuarenta
y cincuenta. Se trataba de un grupo social numeroso y forjado en las fábricas
de la incipiente industrialización y en los grandes latifundios rurales, en un
contexto en el que pesaba mucho el origen diverso de un país inmenso, hecho de
inmigrantes de medio mundo, dominado por una élite cuasi-aristocrática y con profundas
raíces católicas y ultraconservadoras. En definitiva, un caldo de cultivo en el
que las crecientes diferencias sociales entre las oligarquías dominantes y el
resto del pueblo dejaban al país al borde de la revolución a cada poco, como
quedó demostrado por las numerosas asonadas y revueltas que se produjeron en
aquellas décadas.
En ese contexto convulso, el
discurso populista de Perón, sus promesas de igualdad y justicia social calaron
profundamente, siempre acompañadas de una gran suerte, como la que encontró al
casarse con la magnética Evita, una comunicadora excepcional que desarrolló una
profundísima conexión emocional con el pueblo y cuya muerte temprana transformó
en un mito de proporciones universales.
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Eva Duarte, icono del peronismo |
No se puede negar que el
Gobierno de Perón trajo ciertas reformas sociales muy positivas y modernas
(como la equiparación de derechos de la mujer con el hombre y el sufragio
femenino), la mejora de las infraestructuras, el acceso a la educación (más
discutible fue el adoctrinamiento que se implantó) o la mejora de las
condiciones sanitarias. Pero a la vez, una política económica errática,
equivocadamente proteccionista y que produjo una hiperinflación del sector
público, así como el intervencionismo estatal en todos los aspectos de la vida
y la merma de las libertades democráticas, sentaron las bases de una gran parte
de los problemas que Argentina ha sufrido en los últimos sesenta años.
Y finalmente, como era de
esperar (y como ya había ocurrido en la Italia fascista o en la Alemania de
Hitler), no hubo ningún derribo de la casta dominante sino, como mucho,
sustitución de algunas de sus cabezas por otras, pero que iban a gozar de los
mismos o más privilegios que antaño, a costa (cómo no) de las clases
trabajadoras. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol austral.
El encanto del populismo y sus
causas
El irresistible atractivo de los
movimientos populistas en determinados momentos de la Historia contemporánea ha
venido teniendo aproximadamente los mismos factores desencadenantes: grandes
desigualdades sociales fruto de profundas crisis económicas (como Alemania en
el periodo de entreguerras) o desarrollos rápidos y asimétricos (caso argentino),
desconexión entre el pueblo y la clase política, déficits democráticos y
corrupción. ¿Les suena?
En momentos así, la sensación de
injusticia social provocada por la constatación de las diferencias entre
quienes lo están pasando mal y las élites dirigentes, se encuentra en máximos.
En ese contexto, la respuesta emocional es inevitable y resulta inmediato que
los desfavorecidos proyecten la culpa de lo que les pasa sobre los privilegiados
(¿por qué unos gozan de tanto y otros tienen que conformarse con tan poco?). Cuando
se dan estos ingredientes en las dosis necesarias, las recetas del populismo
siempre prosperan. El populismo conecta inmediatamente con una necesidad no
cubierta por otras propuestas políticas: la posibilidad de canalizar la rabia.
Y para esto, nada más socorrido que encontrar un enemigo, un chivo expiatorio, un
tótem que derribar. El primer problema del populismo es que es básicamente
destructivo. El segundo problema es su simplicidad.
Aunque a pocos se les escapa,
algunos no son plenamente conscientes de un hecho irrebatible: en el siglo XXI
vivimos en una sociedad extraordinariamente compleja y tecnificada. Como todo
sistema complejo, sus problemas profundos también lo son. Por consiguiente,
cualquier solución de los mismos no puede ser sencilla. Sin embargo, los
líderes populistas parecen tener una solución fácil para todo eso: si hay una
“casta” privilegiada, se elimina. Si hay corrupción, se extirpa. Si hay privilegios,
han de ser abolidos. ¿Quién no está de acuerdo con esto? Realmente, es difícil
no estarlo (a menos que se pertenezca a alguno de esos grupos minoritarios convertidos
en enemigos, claro).
El problema (habitualmente, la
paradoja) se presenta cuando hay que pasar del eslogan fácil, de la píldora que
todo el mundo se traga, a las soluciones concretas y aplicables. Ahí es cuando
el populismo fracasa inexorablemente, como tantas veces ha demostrado la
Historia (en la mayoría de las ocasiones con resultados catastróficos). Las
medidas populistas se quedan habitualmente con la primera o más evidente de las
consecuencias pero rara vez tienen en cuenta las implicaciones profundas de sus
propuestas. Básicamente porque no son sencillas de explicar a la opinión
pública y, por tanto, no se pueden capitalizar electoralmente.
El caso PODEMOS y el control
estatal de los medios de comunicación
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PODEMOS, una traducción más que literal del Yes we can |
El pasado día 3 de julio,
diversos medios se hacían eco de las declaraciones de Pablo Iglesias publicadas
en un libro de entrevistas del periodista Jacobo Rivero en el que el líder de
PODEMOS, aboga por la implantación de unos “mecanismos
de control público” de los medios de comunicación con el fin de que se “garantice la libertad de prensa (…), sin
condicionantes de empresas privadas o de la voluntad de partidos políticos”,
añadiendo que “la sociedad civil tiene que verse reflejada con independencia y
veracidad”.
Hasta aquí, hay que reconocer
que el mensaje no suena del todo mal (sobre todo para oídos no expertos).
¿Acaso hay alguien que no quiera que la sociedad se vea reflejada en los medios
de comunicación con independencia y veracidad? Y si para ello hay que
establecer unos ciertos “mecanismos de
control”, parece razonable que estos sean públicos, evidentemente.
El periodista intenta a
continuación hacer algo más luz sobre lo dicho por Iglesias, y este redondea su
argumento asegurando que "no puede
ser que algo tan importante, y de interés público, imprescindible para la
democracia, como son los medios de comunicación, esté solo en manos de
multimillonarios". Una vez más, el planteamiento que se hace parece
irreprochable. ¿Quién, salvo una casta de privilegiados “multimillonarios”, puede no estar de acuerdo en que los medios de
comunicación son imprescindibles para la democracia y de “interés público”?
Supongo que llegados a este
punto, los siempre agudos lectores de este modesto blog se han dado cuenta del
astuto juego de manos: otra vez el enemigo, la casta a quien culpar de todos
los males (ahora los “multimillonarios”)
y…, por cierto, ¿les suena lo del “interés
público”? Efectivamente: los mismos argumentos con los que, hace más de
medio siglo, se enardecía a las masas de descamisados
argentinos.
Sobre cuáles han de ser esos
controles, quién exactamente los ejercerían y en qué consistirían los criterios
para su aplicación, no se pronuncia el señor Iglesias. Eso sí, con gran
habilidad ha sido capaz de establecer una nueva diana sobre los propietarios de
los medios de comunicación, deslizando que existe una falta de objetividad en
los mismos que ha de ser corregida e insinuando un enriquecimiento excesivo de
sus accionistas (si no, no serían “multimillonarios”).
Brillante.
Tampoco aclara Pablo Iglesias a
qué medios se refiere exactamente. Como profesional de este sector, conozco
muchos medios de comunicación que no pertenecen a ningún millonario, sino a esforzados
empresarios a los que cada vez les cuesta más llevar adelante su negocio. Es
posible que el líder de PODEMOS se esté refiriendo a las televisiones privadas,
que han sufrido recientemente un proceso de concentración sectorial muy
relevante (Antena 3 se fusionó con La Sexta y Telecinco con Cuatro) a raíz del
cual han pasado a aglutinar alrededor de un 60% de la audiencia. En ambos
casos, se trata de grupos empresariales controlados por otros grupos
editoriales (Planeta en el caso de Atresmedia y Mediaset en el de Mediaset
España) y cotizados en Bolsa. Que algunos de sus accionistas sean o no multimillonarios (lo lógico es que lo
sean, por cierto, dada la intensidad de capital implicada en estos negocios) no
me parece argumento de peso alguno para deducir la existencia de algún
perjuicio para la sociedad. Es más, dudo que nadie sea capaz de encontrar, en
cualquier país del mundo desarrollado, alguna cadena de televisión privada
relevante que no esté controlada por importantes capitalistas. Al menos, yo no
las conozco.
Pero analicemos otra insinuación
del mismo texto: si no puede ser que algo tan importante como los medios de
comunicación esté solo en manos de esa teórica oligarquía, solo caben dos
posibilidades. Posibilidad A: deben existir medios que no pertenezcan a “multimillonarios”. Posibilidad B: ningún
medio puede estar controlado por esta élite. Y, honestamente, no se me ocurren
más.
En el primer caso, la solución
pasaría por fomentar un reparto del accionariado de los medios entre personas
que pudieran acreditar no ser multimillonarios (ni querer serlo). No sería muy
difícil que se presentaran cientos de miles, si no millones, de voluntarios. El
problema llegaría cuando hiciera falta poner dinero (sí señor, en el
capitalismo, los accionistas arriesgan su dinero) o les hiciera falta vender
sus acciones para “tapar cualquier agujero”, como nos pasa de vez en cuando a
los que no somos potentados. ¿Qué pasaría entonces? ¿Quién compraría esas
acciones? En última instancia, sería imposible limitar mucho tiempo la
acumulación de capital en manos de unos pocos (esto ya se experimentó en la
Rusia de los años 90 con la privatización de las empresas públicas mediante el
reparto de títulos a toda la población y el resultado fue precisamente el
indicado aquí). Para evitar esto, la única posibilidad es que dichos medios
pasen a ser de titularidad exclusivamente pública. Es decir, del Gobierno. Pero
eso, como todos saben, no es una solución sino un problema aún mayor y,
finalmente, una merma absoluta de pluralismo y libertad de prensa.
La posibilidad B, es decir,
evitar que los medios puedan ser controlados por la élite a la que Pablo
Iglesias señala, sólo tiene un nombre: expropiación. Pero cuando algo se
expropia, pasa a ser de titularidad pública, con lo que volvemos a la casilla
de salida.
No me extenderé sobre los
efectos que la expropiación arbitraria de cualquier empresa puede llegar a
tener sobre la confianza de los inversores, la seguridad jurídica y, por ende,
la economía nacional. Sólo tenemos que fijarnos en lo bien que les va a los
argentinos y a los venezolanos de hoy día, donde estas cosas pasan un día sí y
otro también. En definitiva, si un inversor intuye que puede ser privado de su
patrimonio en cualquier momento, sencillamente se llevará su dinero a otro
lugar que le ofrezca mejores garantías. La consecuencia es que la empresa que
hubiera recibido su capital no podrá acometer las inversiones previstas,
perderá competitividad y, finalmente, tendrá que despedir a sus empleados y
cerrar. Más paro y más pobreza.
Desafortunadamente, PODEMOS no
aporta ninguna solución real y aplicable para fomentar el pluralismo y la
objetividad en los medios de comunicación. Muy al contrario, las consecuencias
de llevar a la práctica sus eslóganes populistas podrían tener consecuencias
bastante nocivas para este sector, para la economía del país y, por ende, para
las libertades democráticas.
En su último discurso público,
Eva Duarte de Perón pronunció una frase que sintetiza a la perfección las
esencias del populismo: “la felicidad de un solo descamisado vale más que mi vida”. Muy emotivo.
Pero también, carente de sentido
práctico y completamente estéril.
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