La información es poder.
A lo largo de la Historia ha
habido innumerables intentos de desentrañar cuáles son los vectores que
determinan el devenir social y político de nuestra civilización y de las que le
precedieron. Marx apuntaba a la economía como el motor de la Historia,
planteando una brillante teoría económica capaz de provocar una reacción en
cadena en la sociedad de finales del siglo XIX y la mayor parte del siglo XX.
No obstante, y como la propia Historia se ha encargado de demostrar, el esquema
socialista, como cualquier modelo humano, es capaz de explicar aspectos
concretos de la realidad, pero no de abarcarla en su completitud.
La expansión del conocimiento
humano en los últimos años ha demostrado que mecánica de la realidad es un
entramado excesivamente complejo como para abordarla con explicaciones
simplistas y modelos de lápiz y papel. Si antiguamente se ganaban guerras y
reinos gracias no sólo a contar con el ejército más numeroso, sino a disponer
de información concreta y específica sobre algunos aspectos esenciales como
cuáles eran los planes del enemigo y qué fuerzas agrupaba en cada lugar, hoy
día el acceso y la gestión de cantidades colosales de información es el factor
principal que determina la ventaja necesaria para obtener y defender cuotas de
poder. Quizá sólo ha cambiado la cantidad de información que es preciso manejar
y los métodos y sistemas para manejarla, pero en el fondo, tanto en la guerra
como en los negocios, y en ese mixto de ambas que es el mundo del crimen, la
información siempre fue el aspecto decisivo.
Aunque las implicaciones
económicas de este hecho son apasionantes (hay extraordinarios ejemplos de la
aplicación de los métodos cuantitativos y el data mining en el mundo financiero
que darían para más de un post), el objetivo que hoy pretendía no es otro que
el de llamar la atención hacia la enorme complejidad de la realidad que nos
rodea y la creciente dificultad de los ciudadanos para comprenderla, dados
nuestros limitados recursos (sobre todo en lo que al tiempo se refiere).
Se sostiene hoy que nunca jamás
ha existido una disponibilidad mayor de información de todo tipo. Y es cierto
que todos los ordenamientos jurídicos de los estados democráticos modernos
intentan garantizar el acceso universal a la información y el adecuado
tratamiento de la misma, con el fin de que las reglas del juego sean idénticas
para todos y nadie pueda aprovecharse de información privilegiada para explotar
ventajas ilícitas.
Sin embargo, todo esto es extraordinariamente
engañoso. La era de la información y de la democracia es también la de la
oscuridad: si bien es cierto que nunca hemos tenido acceso a mayor cantidad de
información, no es menos verdad que jamás ha sido tanta la información que no
es accesible, ya sea porque es de propiedad privada o porque se oculta, de
forma deliberada o por carencia de instrumentos de control adecuados (dejemos
aparte aquella considerada como secreta por los Gobiernos y que es objeto de
tanta controversia estos días; aquí habría materia no ya para otro post sino
para varias novelas de espías). Y la información de la que disponen sólo unos
pocos es una ventaja para ellos, que puede ser aprovechada para fines lícitos o
menos explicables.
Y esta es, a mi juicio, uno de
los grandes problemas a los que se enfrenta el mundo contemporáneo: cómo evitar
la existencia y uso de información privilegiada tanto en el ámbito privado como
en el público. Por su propio carácter, el uso de esta información se ha
transformado ya en abuso.
Actualmente, nuestro país ocupa
el puesto 30 (de 176) dentro del ranking de corrupción que elabora TransparencyInternational (esto significa que hay otros 29 países con menor nivel de
corrupción que el nuestro, incluidos la mayoría de los de nuestro ámbito
geopolítico). Esta ONG pone el dedo en la llaga: la transparencia de la
información es la clave para contener la corrupción. En cuanto a la
administración de las cuentas públicas, este hecho es evidente: cuanto más podamos
saber sobre dicha gestión, más difícil se lo pondremos a aquellos que quieren
lucrarse a nuestra costa. Si sabemos cuánto se gasta un ayuntamiento en lápices
y gomas de borrar, será más sencillo evitar que el concejal de turno se lucre
fácilmente cuando publique el siguiente concurso de suministros.
Recientemente me he visto
involucrado en la confección de un estudio sobre determinadas cuentas de
organismos públicos, verificando no sólo el paupérrimo desglose informativo que
presentan las cuentas de absolutamente todas estas entidades (a veces, una sola
línea en la ley de presupuestos para varios millones de euros administrados)
sino la enorme dificultad para acceder a las mismas (no es que ya estén a
varias decenas de clicks de distancia sino que, en mi opinión, están escondidas
a propósito bajo varias capas de información irrelevante o mucho menos
importante). En algunos casos, estos entes no están obligados a presentar
cuentas en los Registros Mercantiles (usted monte una sociedad que gestione una
mercería y verá que no se salva), ofreciendo una muestra más de la diferencia
de rasero con la que nuestros legisladores miden a los particulares frente a la
laxitud con la que regulan sus propios asuntos.
Hoy, más que nunca, el problema
no radica en la escasez de medios tecnológicos o de metodología. No puedo decir
lo mismo sobre la voluntad política de ampliar y mejorar la información sobre
el dinero que les dejamos administrar. Mientras esto no cambie radicalmente,
nuestro país seguirá a la cola de sus pares occidentales, siendo campo abonado
para todo tipo de corruptelas y fomentando ventajas ilícitas para que unos
pocos puedan abusar de los demás.
Quizá no nos hayamos dado cuenta
aún, pero esta es muy probablemente una de las claves de nuestro futuro.
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