Por un breve instante, la sonrisa
de fábrica del ejecutivo publicitario se borró de su broceado rostro, dejando
entrever una cierta incomodidad:” ¡Es imposible que los números cuadren!”,
exclamó, elevando el tono de voz, “Ese mercado, sencillamente, ¡no existe!”.
El resto de asistentes a la
reunión comparaba las magras previsiones de ventas del departamento comercial
con las agresivas proyecciones financieras del plan de negocio que garantizaban
la consecución de la estabilidad económica. Efectivamente, las cifras de
ingresos no sólo no se parecían sino que se encontraban a una distancia
sideral.
La historia es real y sucedió
allá por el año 2006. Es muy probable, además, que sucediera en más de una
ocasión y más de un lugar. El asunto en discusión no era otro que el de la
decisión de participar en los diferentes concursos de televisión local
publicados por las Comunidades Autónomas al amparo del Plan Técnico Nacional de
la Televisión Digital Terrestre,
aprobado por el Gobierno de Zapatero a finales de julio de 2005. Esta
ley, junto con el reglamento de desarrollo,
concedió a los gobiernos regionales la potestad de adjudicar cientos de
licencias locales en multitud de ciudades y pueblos españoles.
La intención era, probablemente,
buena: durante los años 90, una ingente cantidad de minúsculos operadores
locales inundaban las frecuencias con emisiones consideradas “alegales” debido
a la falta de una regulación precisa sobre la materia. Los contenidos de dichos
canales solían ser, en el mejor de los casos, bastante prescindibles, cuando no
directamente ilícitos o piratas, abundando los programas de contactos o los
anuncios de prostitución y juego ilegal. La norma, por tanto, intentaba ofrecer
una solución a este lamentable desorden aprovechando el cambio de sistema (de
analógico a digital), a la vez que profesionalizar el sector y controlar los
contenidos que se emitían. La ejecución, sin embargo, ha resultado uno de los
mayores fiascos de la historia audiovisual reciente.
En este caso, como tantas otras
veces, el regulador confió a técnicos expertos exclusivamente aquellos aspectos
meramente tecnológicos, dejando en manos de burócratas inexpertos, el diseño y
la reglamentación del funcionamiento del sector y de la operativa. El resultado
fueron unos pliegos concursales demenciales, que ignoraban lo más básico del
negocio, desde cómo se vende la publicidad en televisión y a quién, cómo se adquieren y producen los contenidos y
cuáles son sus costes. Entre los errores garrafales de todo el plan, destacaban:
demarcaciones territoriales completamente inviables por su escasa población
(donde era literalmente más barato enviar una cinta de vídeo a cada hogar que
emitir), demasiadas frecuencias por demarcación (todos los ayuntamientos podían
explotar una), exigencias imposibles a los prestatarios (como la obligación de
doblar a la lengua autonómica un exagerado número de horas de contenidos) o la
prohibición de emitir en cadena (lo cual habría aligerado sensiblemente los
costes y, quizá, permitido la viabilidad de algún operador). A todo ello había
que unir la absurda obligación de presentar al concurso la parrilla de
contenidos que se iba a emitir, que era ya la demostración palpable del
profundo desconocimiento del legislador sobre la operativa de un canal de
televisión, donde la parrilla es, probablemente, los más vivo y dinámico de
todo el negocio.
El resultado es de sobra
conocido: no se conoce ningún canal local rentable, la mayoría ni siquiera han
comenzado sus emisiones, o mucho peor, contraviniendo flagrantemente sus
obligaciones, han alquilado la frecuencia a otros operadores de oscura
reputación que han vuelto a sembrar las ondas de contenidos de más que dudoso
interés y procedencia. Para redondear el fiasco, la supervisión pública sobre
tan caótico sector ha sido prácticamente nula y no se conoce de ninguna
iniciativa por parte de la Administración de intentar poner orden en tamaño
desaguisado, convirtiendo así en más que lícita cualquier cuestión relativa a
la necesidad y eficacia de tanto comité y consejo de supervisión audiovisual
como se ha constituido en los últimos tiempos.
El experimento británico
Hace dos años, Reino Unido lanzó
un plan de televisiones locales con el fin de crear este servicio en
determinadas demarcaciones. Por el momento se han concedido 19 licencias que
comenzarán sus emisiones este próximo Noviembre. El plan contempla ampliar
otras 30 demarcaciones a continuación. Para el desarrollo de la red de
cobertura se ha seleccionado a la empresa Comux, que cuenta con una ayuda de 25
millones de libras aportadas por la BBC.
Por el momento el experimento
parece más razonable que el español, donde aparecieron cientos de demarcaciones de la
noche a la mañana. En este caso, cada nueva demarcación viene precedida de un
estudio comercial y demográfico, concediéndose además una única licencia en vez
de tres o cuatro, como en el caso español. Actualmente además, el mercado
publicitario británico crece ligeramente en vez de caer a plomo, como en
nuestro país. No hay que olvidar tampoco que el tejido industrial británico y
el tamaño de las empresas, potenciales clientes publicitarios, presentan cifras
muy superiores a las nuestras.
Hay incertidumbres, no obstante.
Algunas clásicas, como las posibilidades que un canal de televisión de bajo
presupuesto tiene de competir con las grandes cadenas para ganar el suficiente
peso específico y así resultar relevante para los planificadores publicitarios.
Y esto, no parece que vaya a ser fácil en ningún caso para un mercado tan
maduro y competitivo como el de Reino Unido, donde además, la televisión de
pago tiene cifras de penetración cercanas al doble que las españolas. También
existen nuevas incógnitas, tales como que el acceso a contenidos on line del año 2013 no tiene nada que
ver con el que existía hace cinco o seis años, habiéndose convertido internet y
las nuevas plataformas en el principal producto sustitutivo de la televisión
tradicional.
El diseño de la televisión local
en Reino Unido tiene poco que ver con el que se hizo en España y parece que ha
sorteado la mayoría de los graves errores que aquí se cometieron. Tampoco las
circunstancias económicas del país son parecidas a las nuestras. No obstante
cabe preguntarse si, a pesar de todo, esta iniciativa no llega demasiado tarde,
cuando la televisión tradicional ha perdido hace tiempo la posibilidad de
liderar ningún proceso de cambio audiovisual. A mi modo de ver, es como si
alguien intentara lanzar hoy un periódico dotando a todos sus redactores de
máquinas de escribir.
El tiempo dará y quitará
razones.
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